Cuando Escribo





El Sofá Verde


Escogí este sofá para vivir. No sé si lo escogí o es el espacio en donde se me permitió alojarme. En el balcón habita un pueblo gobernado por un San José muy grande, a su lado María con sus manos juntas consuela a Bolívar que parece que llora por algo que hizo. Una monja manca está a su lado indiferente a la situación. Más abajo dos mujeres embarazadas están muy enojadas, no sé si por el embarazo o están molestas con el caballero que las acompaña, orgulloso de su obra.

El sofá verde está cerca del balcón que rebosa de verde también, pero este verde es de las plantas que lo llenan casi todo. La brisa suave, fresca, invita al descanso, a la contemplación, el paisaje es igual, un campo vasto brillante, con algunas lagunas que dejó la lluvia, una línea dibuja el horizonte de formas geométricas en colores ocre, gris, blanco, algunos azules. Al fondo majestuosa la montaña con un sombrero de nubes, diferente cada día. Una montaña cerca para conectarme con la Madre Tierra, imponente, presente.

Cada vez que voy a regar las matas me encuentro con la misma historia. Se repite cada día, cada mañana, en la noche les doy la espalda y duermo.

El sofá verde donde vivo es mi hogar, mi espacio sagrado, desde donde contemplo la Sierra, sus sombreros de nubes diferentes todo el tiempo, la brisa que conversa por las hendijas de las ventanas, las aves que en su vuelo van gritando, no sé qué… unas cantan dulcemente, por ejemplo, los turpiales, las guacamayas también gritan para que voltees a verlas, si, y en la noche, al oscurecer, un sonido diferente invade el ambiente, son ranas o sapos.

Me despertó un fuerte viento. Ráfagas de aire furiosas discutían si llovía o no, que si llueve, que si no, que si más tarde… y así toda la noche. Tuve que levantarme y sacar a una mujer rosa del lugar que habitaba sobre el sofá verde, posaba desnuda exactamente encima de mi cabeza, amenazaba con salir volando y estrellarse sobre mí.

Me tomo un café. El café está fuerte. Roo Panes canta y canta, con esa voz normal, de un artista maravilloso que más allá de la voz entrega sentimiento, una voz cercana, que acaricia, relaja, te da una sensación de alegría, de paz. Me acompañaba en mis caminatas matutinas por Providencia, ahora está aquí, frente a la Sierra, el Cerro Copei, siempre con nubes en su cima que hoy son gordas, un poco grises, jugando a si lloverá o no. Y todo sigue siendo verde, el sofá desde donde escribo, las plantas en el balcón, cerca de la monja manca, San José y la Virgen, Simón Bolívar arrepentido por algo, y las dos embarazadas de mal genio y su orgulloso acompañante.

Uno de los cojines del sofá verde está cubierto, así como al descuido, con un chal de colores magenta, fucsia, naranjas pálidos y un azul violeta muy disimulado. Me gusta como luce en él. Lo cambio de un extremo a otro del sofá, según la hora. En la noche lo ubico de espaldas al balcón pues me gusta dormir con la montaña de cabecera, al levantarme, me voy al otro extremo, para seguir hablando con ella, por ejemplo, el sol brilla y hay una brisa suave, más ella está cubierta de un velo de neblina con una enorme nube en su corona. El programa del tiempo anuncia día nublado y mañana lluvia. La realidad es, que en el Caribe es bien difícil acertar con los pronósticos del tiempo, pero ella si tiene nubes, gordas y espesas.

¿Por cuánto tiempo podré estar así? Digo, sobre el sofá verde, no sé si sueño o lo imagino, un sueño de esos que se repiten una y otra vez, la música, el viento, la montaña… algunas cosas han cambiado, un poco, algunos muebles se fueron, son como niños huérfanos que encuentran nueva familia con la ilusión de que esta vez sea la adecuada. Mientras tanto envejecen y se deterioran, no saben si serán útiles de nuevo, no saben. Otros siguen aquí y conversan conmigo, ya comenzamos a tener intimidad, se sienten útiles. ¡Qué sentimiento más importante! Si, una intimidad que se desarrolla tímidamente, porque puede suceder al revés, que no se quieran ir… como pasó con el Nacimiento y la procesión de los Reyes Magos, salieron, los regresaron, se iban, pero se quedaron cerca de la puerta, inseguros por su futuro. Mañana nace el Niño Dios y será aquí, mientras esperan si se abre la puerta y se los llevan. Lo más seguro es que el alumbramiento sea ahí, justamente, cerca de la puerta, por si tienen que empacar.

Yo me encariñe con una señorita muy seria y muy larga, muy larga, extremadamente delgada. Su traje es violeta, sostiene una carterita azul con ambas manos, como lo hacen las mujeres tímidas que quieren pasar desapercibidas, pareciera que va a romper a llorar en cualquier momento. Fue   amor a primera vista. Entre tanto personaje, San José, María, Simón Bolívar avergonzado, la monja manca, las dos mujeres embarazadas, el padre de los niños altivo y orgulloso, ella lucía fuera de lugar, incómoda de estar allí, pedía ayuda a gritos. Yo la vi y empatice con ella, la tomé en mis manos con delicadeza, la limpié con un trapo, la apoyé despacio en otro lugar, ajusté sus pies al piso para que no perdiera el equilibrio, por lo alta y delgada que es. Ahora se encuentra en un lugar especial desde dónde puede observar todo desde el este al oeste, protegida del viento, del sol y de las malas influencias, sobre todo, del caballero que se pasea con las dos mujeres embarazadas.

Desperté con el aleteo poco discreto de una hermosa libélula, que saltaba de un paisaje a otro, de esos que están en las paredes sobre el sofá. Como una bailarina de ballet, aleteaba y aleteaba con ese sonido particular, el mismo que escucho detrás del otro en blanco y negro, un dibujo de una escena con columnas dóricas, dioses y un mensaje que dice “I wish you were here” Probablemente vive allí y yo no la vi.

                                                                                                                                     Graciela Zúñiga

                                                                                                                                   Porlamar, Venezuela, diciembre 2022





Juegos Ancestrales




Un niño descubre el azul sobre una puerta colocada en forma horizontal para que el cielo pudiera traspasarla y entrar en casa. Se funde la luz del Sol sobre una tabla de madera, con las dos manos persigue reflejos azules los cuales confunde y no sabe si son de agua o de cielo, él no se da cuenta, pero figuras traslúcidas bailan a su alrededor creando volumen sobre la tabla porque de cuando en cuando la tocan y dejan sus huellas, una música salvaje abraza todo el ambiente, los árboles secos ríen a carcajadas y unas calaveras de perros crujen los dientes.

Graciela Zúñiga
Isla Margarita, Venezuela
Septiembre 2012

1 comentario:

Anne-Marie Herrera dijo...

Me encanta el caracter onirico de este escrito. Es evocador. Sigue escribiendo!